31/8/16

El funeral. Antología.




Link de descarga: http://cort.as/l_8i





Les presento mí décima antología. Haciendo costumbre se corresponde con el blog que la sigue, al cual he reordenado para que quede en el mismo orden. Fueron escritos entre octubre de 2015 y julio de 2016. No es la primera vez que escribo los cuentos interactuando con compañeros, amigos y público, tanto en el Blog como en las redes.

Ha sido y, sigue siendo, una experiencia inigualable y tremendamente divertida. Creo que he mejorado, o por lo menos,    puedo afirmar que algo he aprendido. Agradezco cada comentario, crítica o propuesta. Todos, de una u otra manera, me han enseñado algo y me han dado ideas desparejas.

Como es habitual, el link de descarga les deja un comprimido que con doble clic (como indica el nombre) da una carpeta con los dos formatos más usados de libros electrónicos y un PDF.


Carlos Caro


12/8/16

Amor exhausto



En la quimera, la hoja silbó con un sonido metálico e hirió las venas. Mis dedos palpan la imaginaría lesión con un cansancio inmenso y no comprenden la oscuridad ni tu lejanía.
 La mano navega entre las sábanas y las mantas del lecho, y se congela en la soledad. La escarcha la cubre, se derrama y hace hielo mi espíritu. Patético, te extraño con una melancolía que niega toda felicidad, que se pregunta por qué ha salido el sol, por quién doblan los trinos y cuestiona hasta el mismo subsistir.
Al abrir el armario, tus vestidos son mortajas que despiden un aroma a hojas marchitas. Los zapatos taconean en mi mente un apuro que no tuvo dirección ni cometido. Las chalinas, amarillentas, cuelgan desmayadas de algunas perchas y los cintos, que suenan como esqueletos, no abrazan ya tu cintura.
 En el baño, tu cepillo me lancea con un cabello y los restos de perfume despiertan la ilusión de besar tu cuello. Creo verte a mi lado hasta que el vapor empaña todo de gris y con horror me niego a limpiar esa dulce humedad que me consuela.
Huyo. Huyo obnubilado por tu recuerdo y sofocado por necesitarte, busco y rebusco en los rincones. Atravieso cuartos sin tu presencia, puertas que no te encuentran y lloro frente a un hogar que no te entibia.
Encuentro la caja donde guardé las cartas de aquel viaje en que me escribiste tu felicidad. Las letras se han gastado bajo el recorrido febril de mis ojos, pero no las necesito para oír tu voz, tu alegría y tu cariño en el tímpano de la memoria.
El dinero mantiene este templo que fantasmas limpian y acomodan. La comida, sin tu sazón y con mi delirio, noto a veces, que viene y se va. Sin embargo, nadie toca tu jardín que un tiempo ignoto ha hecho selva y donde te busco en vano.
Me acompaña el silencio de la siesta y un ramo que no alabará tu belleza. El sol molesta a los espectros que siguieron tu funeral y los ecos de mis pasos se dirigen a tu destino.
Allí veo tu foto y no te reconozco, te hablo y solo encuentro la piedra silente, saboreo el aire y lo amargo de la angustia me enajena cuando el filo cumple su cometido en la muñeca.  
Mi aliento escapa con el anochecer…, como la última luz. El pulso en mi pecho calla poco a poco… hasta el silencio y el corazón se escurre…, suave y lánguido…, hacia ti.


Carlos Caro
Paraná, 27 de julio de 2016
Descargar PDF: http://cort.as/kKii


16/3/16

Amigos de letras



    Durante años leí cuanto cayó en mis manos, cualquiera fuera el género o el tamaño. Me atraían los mundos imaginarios, los crímenes, las pasiones y cuanta emoción o pecado humano existieran. Con el tiempo pensé que quizás se hubieran acumulado las lecturas y con desparpajo intenté escribir algunas frases. Me sonaron tan bien que mi mente barruntó una novela (nada menos). Pensé entonces consultarles a mis dos amigos: Ricardo y Alberto.
    Ricardo me explicó que desesperación…, dolor, angustia y ansiedad, así como felicidad, ensueños y recuerdos, era lo que sentía al escribir. Sin embargo, un día, porque sí, como si fuera la última gota que cae, dejó de hacerlo y desde entonces se pregunta los motivos. Le echó la culpa a su cerebro, pero tuvo que admitir que éste funcionaba, al menos para hilvanar las ideas y realizar las cuentas. Puso atención entonces a la imaginación, pero tampoco. Sin esfuerzo, pobló su entorno de genios, espejismos y hadas. Con asombro, encontró un hueco en donde antes hallaba la fantasía ¿Qué había sido de ella? Seguramente ese era el motivo de la anemia de letras. Buscó en la amnesia de su infancia, en los colores quiméricos del jardín y en los cúmulos que parecían de algodón. Sintió chasquidos de cristales al quebrarse y gota a gota comenzaron a fluir creaciones escondidas. Tal fue su fuerza que destrozaron el cristal y corrieron cual arroyos y luego ríos y luego mares a llenar la poza seca de la utopía. Llegó a la conclusión que años de lágrimas, frustraciones, angustias y muertes la habían desfondado y echado a pique sus versos. Sin embargo, estos nuevos frutos, renovados, la llenaron y, al rebosar, inundaron nuevamente de tinta su olvidada pluma.
Alberto era un caso aparte: feliz, pendenciero, revoltoso, permanente enamorado o con frecuencia traicionado. Él surcaba la poesía con donaire. Hacía gala de sonetos, canciones, otros poemas y, cuando hacía falta, alguna carta de amor. Se dejaba llevar por versos románticos que esparcía su corazón, sin retaceos ni alharacas. También se llevaba estupendo con la naturaleza, quería a las flores, quería a las aves, quería al sol, a las nubes y a las estrellas y, si encontraba una bella mujer, su inspiración y anhelos no tenían límites. Cuando estaba de buen humor jugaba con las palabras, rimas y frases. Disponía, con total desfachatez, puntos, comas y párrafos. Los retorcía, los mimaba y, si no quedaba otro remedio, los forjaba bajo el martillo de su genio hasta que rendidos expresaran lo que pretendía.
Referí esta locura de elegante lírica y de poesía “por encargo” a Ricardo. Le hice ver las ventajas de una vida disipada en un consomé de letras que ardiera de pasión por la vida. Sin embargo, Ricardo apenas estaba recuperando su poza vacía y no toda la tinta que mojaba su pluma tenía algún sentido. Tanto tiempo buscó la solución que hasta olvidó si alguna vez tuvo valor lo que escribió… Miraba sin creer los ensayos, las novelas y uno que otro libro de versos con la desconfianza con que un cambista muerde el oro para asegurarse. Miraba su propia firma al pie sin reconocerla e inquiría entre las páginas la frase plagiada que le diera la razón.
No eran los mejores ejemplos, de modo que olvidé sus estilos y, enajenado, definí así las características del mío: quiero partir, hacerme a la vela y recorrer alfabetos, rimas y versos. Seguir el vaivén y las olas de la prosa en relatos con fin, pero sin fin. Usar vapores, botes o veleros según los sinónimos se impongan. Amar, reír, llorar y recordar lo que no he vivido o apenas vislumbrado. Todo el universo me espera, el de afuera y el de adentro. Separados por el ventanal, son como siempre lo han sido, aunque a uno me unen las vivencias y al otro un cordón umbilical que sustenta mi vida.
Habrá veces en que me interne a la aventura sin norte ni destino. Otras, reflexivo, buscaré motivos y razones. Será de día al mirar, tranquilo, pasar los colores. Será de noche cuando las princesas, titilando, me confundan al hablar al unísono en el firmamento. Si no bastan los ríos, mares y océanos, volaré.
Volaré hacia lo alto y haré canto los trinos de las aves y liturgias pomposas los truenos de las nubes al sobrevolar la tierra. No dejaré verso sin recitar. Hollaré los inframundos; Hades y el demonio me dejarán pasar, pues sus secretos al hombre revelaré y el espanto los hará mejores.
Regreso a la idea original y esta noche, en la playa, vino va vino viene, contaré cómo se escucha el canto de las estrellas, cómo se perciben las flores o tu caricia sobre mi rostro.


Carlos Caro
Paraná, 15 de febrero de 2016
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La carrera



—Tres…, dos…, uno… ¡Clic! No. Vuelvan ¡Alejandro!, hay que ser…, no viste que se mojó la pólvora. Vamos. A largar de nuevo.
Molesto, recargo el revólver con balas de salvas nuevas mientras espero se acomoden en la largada —Tres…, dos…, uno… ¡Pum!
Salen y corren como si los persiguiera el diablo; en un instante han recorrido la distancia hasta la primera curva de la traza que rodea la cancha de Rugby. Una sana envidia despierta mi añoranza al seguirlos con la vista. Cojeo unos pasos y del otro lado los veo muy pequeños. Tan pequeños que parecen niños persiguiéndose…
La imaginación me acelera el corazón. Resoplan los pulmones y mis brazos baten en el aire como contrapesos de mis piernas. Ellas lo son todo en estos momentos. Ignoran el cansancio, los calambres y, entrenadas, quieren volar sobre ese suelo que se les opone. Recuerdo esa sensación de ser todopoderoso, invencible e inconsciente. Era cuando mis muslos tomaban el control y, sin saber cómo, alargaba los pasos en la embestida final que me daba la victoria al cruzar la meta.
 También rememoro aquel orgullo que me mostraba sonriente aun cuando ocultara el dolor del esfuerzo. Fueron semanas y meses de entrenamientos, ejercicios y concentración.
Quizás, obnubilado por un futuro olímpico, no la oí venir. Me pasó como a un poste, con su cabellera reunida en una cola de caballo que se balanceaba. Volaba sobre la pista riéndose de mí. Aceleré con despecho y ella alargó sus pasos. Corrí, corrí desesperado al defender la vanidad, mas no pude. Hasta que no cruzamos la meta no la alcancé. Entonces, con la respiración agitada, nos miramos, la risa destruyó la vergüenza y sus encendidas mejillas me encadenaron sin remedio.
Aunque me confesó que era campeona en los cien metros y que esperó a mi cuarta vuelta, no me importó, solo sentí arder su mano en la mía y mis latidos me ensordecieron. Con Camila los días cambiaron, en largas charlas, en apresurados besos y en entrenamientos que ahora nos distraían molestos. Sin embargo, el mundo siguió girando y por esas coincidencias de la vida, el mismo día que pensamos compartir nuestro futuro, también fuimos seleccionados para las Olimpíadas. Creí tocar el cielo con las manos sin sospechar las jugarretas del destino…
Me contaron en el hospital que había tenido suerte al salir vivo del accidente, cuando el taxi que me llevaba al aeropuerto se estrelló. En el sopor de los calmantes dudé, quizás hubiera preferido morir. Perdí a Camila junto con el avión y, mi cadera y mis piernas se hicieron añicos.
Mil meses y operaciones pasaron hasta recuperarme y entre esas tinieblas recuerdo la carrera de Camila. Diminuta (solo reconocible por los colores de nuestro país), la seguí sin pasión en el televisor. La amargura y el ensimismamiento no notaron el bronce que colgaba de su cuello ni la llamada telefónica que no atendí para evitar su lástima. Cuando regresó, mi mundo había cambiado totalmente. Rengo, olvidé los deportes y en busca de otra salida terminé los estudios. Busqué, con suerte, algún trabajo que no exigiera desplazarme, me casé agradecido y con amor y también tuve un hijo, Alejandro, junto con el que hoy, nos escabullimos para entrenar.
Al volver, Alicia, nos reta a ambos protestona, pero sé que comprende mí “pudo ser”. Interrumpe el teléfono. Atiende y me lo pasa enarcando las cejas.
—Hola, ¿quién habla? — pregunto.
—Camila…


Carlos Caro
Paraná, 15 de noviembre de 2015    
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