30/10/15

Discípulo




Abro los ojos y me sumerjo en el infinito gris del cielorraso. Se obnubila la imaginación y, aunque lo sé, lo siento como verdadero. Ocurre. Bajo ya vestido las escaleras y en un instante, asombrado por lo vertiginoso, me encuentro en un jardín rodeado de flores blancas, rojas y violáceas, también las hojas me muestran infinitos tonos de verde. Sin embargo, no hay felicidad en mi ánimo, presiento un adiós que me apena sinrazones.
Franqueo la puerta de calle y echó a andar perdido, no tengo destino, pero al darme cuenta regreso y me avituallo para lo que sea. Empaco ropa de verano e invierno en una mochila con manija y rueditas, elijo cómodas zapatillas de footing y fuertes borceguíes de abrigado cuero, algo de dinero y un poco de comida.
Ahora sí, emprendo ese camino al cual me empuja un designio ignoto. Clavada en mi cerebro encuentro la idea de arrepentirme, de purgar toda culpa o remordimiento. Caigo de hinojos y molesto a los peatones pidiéndoles perdón. Me ven como a un pobre loco y me evitan. Siguen de largo enojados con el funcionario que no ha cumplido su tarea y me deja libre por las calles dando este lastimoso espectáculo. Sin embargo, ninguno ha intentado prestarme ayuda y, mucho menos ser capaz de tirar la primera piedra.
Paso las noches en umbrales ajenos y los días se alargan en un extraño peregrinar. Los pantalones se han gastado y también la piel. Voy dejando un rastro de sangre como un mínimo testimonio de aquellas llagas que no merezco. Mi corazón ha desangrado así todo el odio y el rencor. Solo queda el amor, al que desparramo entre los que quieran escuchar.
Al principio, pocas palabras susurradas ante algún auxilio inesperado, luego preguntan los improductivos: los niños y los ancianos. Ellos conducen a los que sufren y estos oyen atentos mis consejos. Me traen ofrendas de la que acepto únicamente pan y agua.
Ha llegado la hora y, tambaleante, me incorporo. Mil manos me sostienen, mil corazones me acompañan y mil lágrimas curan mis rodillas. Alguien me ofrece una muleta que, en mi mano, se transforma en el cayado que sostendrá mi ministerio.
Lo hago sonar con fuerza a cada paso, para que anuncie mi llegada. Su nimio eco se hace estruendo en los oídos de los dueños del planeta. Han ido demasiado lejos y la hora del escarmiento llega. Es la lucha del espíritu y la naturaleza contra el engaño del dinero.
El Papa negro que, por primera vez también es el Papa blanco, Francisco, me precede en la contienda. Se le han unido los Patriarcas de levante, el rabinato y los obispos protestantes. También propalan su mensaje los muecines desde los minaretes al llamar a la oración en las mezquitas. Shiva, la destructora y Visnú, el preservador lo señalan con sus múltiples manos, mientras Brahma lo hace con sus múltiples rostros, desde todos los altares de la India. Buda despierta y los lamas enroscan las nuevas palabras en los molinillos de oración, los sintoístas hacen lo suyo y, en oriente, hasta los antepasados lo citan desde la historia.
No es rebelión, es un grito místico que, enronquecido, conmina a los políticos a terminar con esta locura que nos lleva a la extinción. El planeta sobrevivirá como otras veces; se multiplicarán las especies adaptadas al nuevo medio ambiente, pero miles desaparecerán junto con el hombre.
Esa angustia me sacude y despabila con su voz que pronostica el futuro. Alucinado, me calzo las pantuflas y me cubro con las sábanas en la poca luz del alba. Paso sin ver el espejo del baño. No noto la barba que me cubre el rostro ni el cabello desarreglado. En silencio, paso por la cocina sin apetito, busco y encuentro el escobillón que, como en mi imaginación, se convierte en báculo.
Todos duermen, abro la puerta y golpeo con él la vereda que, reverbera admonitoria en hondas que condenan. Camino hasta la esquina, pero la otra acera parece infinitamente lejana, un viento frío se cuela bajo el lienzo y enfría la furia de mi cuerpo. Los perros me ladran y el diariero, al pasar con su bicicleta, me grita: — ¿Dónde vas, loco? 
Entonces algún resto de cordura me hace regresar corriendo. Con temor cierro la puerta del hospicio antes que alguien note mi falta y aproveche para dejarme afuera.


Carlos Caro
Paraná, 8 de diciembre de 2015
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